LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN
NORTEAMERICANOS
v
Por
Mark Weber
En
los primeros meses que siguieron al ataque a Pearl Harbour muchos supusieron
que habría otros ataques contra la costa oeste de los EE.UU. El miedo dominó el
país y una oleada de antipatía histérica hacia los japoneses sumergió la costa
del Pacifico.
El
FBI comenzó a detener a todos los japoneses "sospechosos". Ninguno
estuvo jamás acusado por crimen alguno. Casi todos eran simples miembros de la
comunidad japonesa: sacerdotes sintoístas o budistas, periodistas, profesores
de idioma japonés o sindicalistas. Los líderes de la colonia japonesa fueron
liquidados así en una rápida operación.
Los
hombres fueron deportados sin avisar. La mayoría de las familias no sabían por
qué habían desaparecido, adónde habían sido llevados o cuándo serían
excarcelados. Algunos de los arrestados fueron pronto puestos en libertad, pero
la mayoría de ellos fueron transportados secretamente a campos de internamiento
por todo el país. Muchas familias supieron sólo más tarde lo que había ocurrido
con sus familiares. La operación incluyó también la congelación de cuentas
bancarias, la incautación de bienes, drásticas limitaciones en los viajes y los
desplazamientos, toques de queda y otras medidas restrictivas. Sin embargo,
esta operación del FBI apenas anunciaba la siguiente etapa de la evacuación en
masa.
En
febrero de 1942, el teniente general John L. De Witt, comandante general de la
defensa del oeste de los EE.UU., pidió autorización al Ministro de la Guerra,
Henry L. Stimson, para evacuar "japoneses y otros sujetos
subversivos" del área de la costa oeste. El 19 de febrero el presidente
Roosevelt firmó la orden (Orden No 9.066) que autorizaba al Ministro de la
Guerra o a cualquier jefe militar para establecer "áreas militares" y
excluir de ellas "a cualquier persona."
Un
mes más tarde el Presidente Roosevelt firmó la Orden No 9.102 estableciendo la
"Autoridad Militar de períodos de guerra" que operaba en los campos
de internamiento. Roosevelt nombró a Milton Eisenhower, hermano del futuro
presidente, para aplicar y dirigir esta ley excepcional. Sin la menor
disensión, el Congreso ratificó la Orden ejecutiva No 9.066, con la aprobación
de la Ley Pública oportuna.
En
los inicios de marzo el US Army (ejército de los EE.UU.) preparó la evacuación
de casi 77.000 ciudadanos americanos de origen japonés (losNissei) y de
43.000 japoneses (Issei) de los Estados de California, Washington,
Oregon y Arizona. A lo largo de toda la costa oeste aparecieron carteles con la
orden de presentarse en los puntos de evacuación: "Instrucciones para
todas las personas de ascendencia japonesa" - se podía ver en grandes
caracteres, en el encabezamiento - El texto decía: "Todos los japoneses,
extranjeros o no, serán evacuados en los puntos arriba citados el martes siete
de abril a las 12 horas del mediodía." Se advirtió a los evacuados para
que acarrearan sus propios colchones y para que llevaran, como mucho, el
equipaje que pudieran en una mano (un informe de posguerra señalaba que el 80%
de los bienes almacenados pertenecientes a japoneses internados fueron
"saqueados, robados o vendidos durante su ausencia).
Los
23.000 japoneses que vivían en la costa oeste del Canadá, de los cuales tres
cuartas partes eran ciudadanos canadienses, fueron perseguidos también. No se
les permitió volver a la Columbia británica hasta marzo de 1949, siete largos
años después de la evacuación y tres y medio después del fin de la guerra. El
Departamento de Estado obligó a los países de la América Latina para que
acorralaran a "sus" japoneses. Aproximadamente 2.000 japoneses fueron
embarcados desde doce países hacia diferentes campos de concentración en los EE.UU.
La mayoría fueron enviados por el Perú, que quiso eliminar a todos los
japoneses y aún después de la guerra rechazó la entrada de aquellos que habían
sido deportados a los EE.UU. Brasil, Uruguay y Paraguay establecieron sus
propios programas de internamiento. Argentina y Chile, dicho sea en su honor,
no rompieron relaciones diplomáticas con el Eje hasta casi el final de la
guerra. Así y todo, los japoneses no fueron ni detenidos ni internados.
La
razón esgrimida para la evacuación de la costa oeste fue la del "interés
militar". Pero esta argumentación se mostró inconsistente por el hecho de
que los japoneses residentes en Hawai no fueron internados en masa. Y eso que
Hawai estaba en un peligro de invasión mucho mayor que la costa oeste
americana. La población de la isla de Hawai estaba constituida en un 38% por
japoneses, en comparación con el 1% que suponían de toda la población de
California. Con la excepción de un pequeño número de hawaianos japoneses, todos
permanecieron en libertad para mantener el funcionamiento económico de la isla.
La
evacuación, establecida teóricamente contra sabotajes y espías, alcanzó e
incluyó a bebés huérfanos, niños adoptados y aún a ancianos e impedidos. Los
niños mestizos, si procedían de internados, también eran internados. El coronel
Karl Bendetsen, que dirigía la operación, declaró: "Si tienen una sola
gota de sangre japonesa irán a los campos de concentración. Esa es mi
determinación".
El
Gobierno norteamericano manifestó que los centros de detención no tenían nada
que ver con los horribles campos de concentración de sus enemigos en Europa. La
agencia de relaciones públicas del Ejército se refería constantemente a ellos
como "Campos de reasentamiento" y "asilos para refugiados".
El Departamento de Estado negaba que los centros fueran campos de
concentración: "por el contrario, las zonas donde estas comunidades están
establecidas permiten a los japoneses el poder organizarse social y
económicamente con la protección de las autoridades centrales de los
EE.UU". En un artículo publicado por la oficina de relaciones públicas del
Ejército, en septiembre de 1942, un oficial se dirigía a los norteamericanos en
términos similares y añadía que "a la larga los japoneses sacarán provecho
de esta terrible y dolorosa experiencia".
Fueron
un total de 120.000 los que estuvieron internados en los campos de detención
construidos por el Gobierno. ¿Fueron estos centros de internamiento auténticos
campos de concentración? William Denman, juez jefe de la Novena Corte de
Apelación, describió así el Campo de Lago Thule:
"Las
alambradas de espino rodeaban a las 18.000 personas, igual que en los campos de
concentración alemanes. Había las mismas torretas, con las mismas
ametralladoras, destinadas para aquellos que intentaran escalar las altas
alambradas. Los barracones estaban cubiertos por cartón alquitranado y esto
teniendo en cuenta las bajas temperaturas invernales de Lago Thule. Ninguna
penitenciaria del Estado trataría así a un penado adulto y allí había niños y
recién nacidos. Llegar a las letrinas, situadas en el centro del campo,
significaba dejar las chozas y caminar bajo la nieve y la lluvia. Una vez más
el tratamiento era peor que en cualquier cárcel, sin diferenciar, además, a
niños o enfermos. Por si fuera poco, las 18.000 personas estaban hacinadas en
barracones de una sola planta. En las celdas de las penitenciarías estatales
jamás hubo tales aglomeraciones)". (Weglyn, pag. 156)
El
Ejército utilizó seis vehículos blindados y un batallón de policía militar (31
oficiales y 899 suboficiales y soldados) para la custodia de este Campo de Lago
Thule, en California. Otros campos poseían cercas electrificadas, un sin
sentido si tenemos en cuenta que todos estaban situados en desiertos y zonas
desoladas. Cada campo contaba con potentes focos que por la noche iluminaban hacia
los barracones.
Se
disparó contra cientos de internados, sufriendo muchos de ellos heridas. Ocho
murieron por arma de fuego. En otras ocasiones los japoneses fueron golpeados
brutalmente sin razón alguna. En el Campo de Lago Thule los guardianes tenían a
gala el golpear a los detenidos con bastones de baseball. Cuando los japoneses
del campo californiano de Manzanar se manifestaron contra las condiciones de
vida, los soldados arrojaron botes de humo y a continuación abrieron fuego. Un
internado murió en el acto y otro más tarde. Otros nueve fueron gravemente
heridos. Hubo japoneses que, desesperados, se suicidaron.
Otros
murieron a causa de las paupérrimas condiciones de vida.
A
menudo tres generaciones de una misma familia vivían en una habitación de 6 x 7
metros. Algunas veces eran dos o tres familias distintas las que se alojaban en
la misma habitación. Una bombilla era el único mobiliario, excepción hecha de
aquel que los internados pudieron construirse. En otros casos las familias
fueron enviadas a establos recién "reconvertidos", donde el hedor se
volvía insoportable en verano.
Todo
el correo era censurado, así como las comunicaciones internas. El japonés
estaba prohibido en reuniones públicas y los servicios religiosos fueron
suprimidos. Los prisioneros estaban obligados a saludar a la bandera, cantar
canciones patrióticas y a declarar su lealtad a la nación "una e
indivisible, con libertad y justicia para todos."
Uno
de los aspectos más significativos de esta represión racista es el hecho de que
no fue protagonizada por una "clique" de fascistas y militares de
extrema derecha, sino que -- por el contrario -- fue propagada, justificada y
administrada por hombres bien conocidos por su apoyo al liberalismo y la
democracia.
Condenado
hoy en día por todo el mundo el programa de internamiento de japoneses, es
difícil darse una idea del alcance y del apoyo que entonces tuvo. La vasta
operación -- como J. Ten Broek apunta -- fue "iniciada por los generales;
asesorada, ordenada y supervisada por los jefes civiles del Departamento de
Guerra; autorizada por el presidente; sufragada por el Congreso; aprobada por
la Corte Suprema y aprobada por el pueblo". (Ten Broek, pag. 325)
La
primera demanda pública pidiendo el internamiento de los japoneses parece que
fue hecha a comienzos de enero de 1942 por John B. Hughes, importante locutor
de la Mutual Broadcasting Company. Poco después, Henry McLemore, columnista de
la red de periódicos Hearts, decía a sus lectores: "Estoy por el traslado
inmediato de todo japonés de la costa oeste de los EE.UU. a algún lugar lejano,
en el interior; y no quiero decir tampoco a un lugar bonito. Que los reúnan
como a un rebaño y que los despachen a lo más hondo de las regiones yermas.
Dejémosles que palidezcan, enfermen, tengan hambre y mueran. Personalmente,
odio a los japoneses. Y esto va por todos, sin excepción". (Ten Broek,
pag. 75)
El
popular actor Leo Carrillo telegrafió al diputado de su circunscripción:
"¿Por qué esperar a que los japoneses se sobrepongan antes de que
actuemos?...Trasladémoslos inmediatamente de la costa hacia el interior... Le
insto en nombre de la seguridad de todos los californianos para que la acción
se inicie inmediatamente". (Ten Broek, pag. 77)
En
febrero, una delegación de congresistas de la Costa Oeste escribió al
Presidente pidiendo "una evacuación inmediata de todas las personas de
ascendencia japonesa... ya sean extranjeras o ciudadanos de los EE.UU., de la
costa del Pacífico."
En
una emisión radiofónica para el sur de California, en conmemoración del
aniversario de Lincoln, Fletcher Brown, a la sazón alcalde de Los Angeles,
denunció el "enfermizo sentimentalismo, de aquellos preocupados por las
injusticias cometidas contra los japoneses residentes en los EE.UU... Afirmó
que si Lincoln viviese "detendría a la gente nacida en suelo americano que
guardase secreta lealtad al emperador del Japón." "No hay la menor
duda -- asertó Brown ante su audiencia -- de que aquel Lincoln, de apacible
aspecto, cuya memoria hoy recordamos y reverenciamos, hubiese detenido a todos
los japoneses y los hubiese llevado donde no pudieran causar ningún daño".
Walter
Lippmann -- probablemente el más famoso de los columnistas del país -- apoyó
sin cortapisas la evacuación en masa en un artículo aparecido en febrero y
titulado "La quinta columna de la costa". Westbrook Pegler, su
oponente conservador, siguió sus pasos días más tarde.
Sólo
una semana después del ataque a Pearl Harbour, el congresista por Missisipi,
John Rankin, afirmaba en la Cámara de Representantes: “Propongo que se
capture a todos los japoneses de América, Alaska y Hawai y se les interne en
campos de concentración; y se les envíe cuanto antes hacia Asia. Esto es una
guerra racial. La civilización del hombre blanco ha entrado en guerra con el
barbarismo japonés. Uno de los dos habrá de ser destruido. ¡Condenémosles!
¡Deshagámonos de ellos ahora!" (Ten Broek, pag. 87). Otro miembro
del Congreso propuso la esterilización de todos los japoneses. Todas estas
manifestaciones estaban en consonancia con el sentimiento popular
inmediatamente después de Pearl Harbour los japoneses fueron excluidos de
varios sindicatos. Entre el 8 de diciembre y el 31 de marzo la ira antijaponesa
produjo 36 agresiones, además de 7 muertes. Una encuesta realizada en enero de
1942 arrojaba cifras de un 93% de encuestados favorables a la evacuación de
japoneses con pasaporte extranjero, mientras que un 59% quería que se expulsara
también a los que tenían pasaporte norteamericano y sólo un 25% desaprobaban
expresamente esta medida.
Se
dio muchísima importancia al hecho de que los inmigrantes nacidos en el Japón,
pero residentes en los EE.UU. desde hacía décadas (tos issei) no se
hubieran nacionalizado, como supuesta prueba de su lealtad al emperador. Pero
no se mencionó una antigua ley, no derogada hasta 1952, que les privaba de
obtener la ciudadanía norteamericana.
Desde
el comienzo de la guerra se extendió el mito de que fueron poderosos grupos
antijaponeses los que planearon la evacuación para anular su poderío económico.
Sin embargo, la realidad es otra muy diferente. Mientras muchos pequeños
propietarios pedían la evacuación, las grandes empresas no prestaron la más
mínima atención al asunto.
Los
japoneses fueron deportados en un momento en que la nación apoyaría cualquier
tipo de medida tomada por el gobierno federal en nombre de la victoria. El
hecho de que los japoneses fueron enviados a campos de concentración, y no por
grupos de recalcitrantes racistas para hundir el poderío económico de los
nipones, sino por un gobierno poderoso y populista, dirigido por demócratas y
liberales es bien revelador. En la cúspide de la lista de los responsables --
no sólo de autorizar, sino también de llevarlo a término -- estaba el
presidente F. D. Roosevelt.
Antes
de promulgar la Orden N·
9.066, el fiscal general de los EE.UU. advirtió a Roosevelt que la
seguridad del Estado no justificaba la evacuación de los japoneses. La
Oficina del Fiscal General también manifestó que la evacuación
supondría una violación de la Constitución.
El
decano de los historiadores revisionistas americanos, Prof. James J. Martin,
calificó el programa de evacuación como una "transgresión de los
derechos humanos tan importante como para ridiculizar a todas las violaciones
de los derechos humanos ocurridas desde el comienzo de los EE.UU. hasta hoy".
(Weglyn, pag. 67) Roosevelt autorizó, apoyó y mantuvo una acción que sabía
racista y descaradamente anticonstitucional. Pero este no es sino otro ejemplo
de la enorme hipocresía con que siempre se condujo.
El
responsable de organizar la evacuación, teniente general De Witt, declaró:
"En esta guerra en que nos encontramos, una simple migración no rompe las
afinidades raciales. La raza japonesa es una raza enemiga y aunque hayan nacido
dos o tres generaciones en los EE.UU., posean la nacionalidad y se hayan
''americanizado'' sus lazos raciales permanecen insolubles... De esto se sigue
que a lo largo de la costa oeste hay 112.000 enemigos potenciales de origen
japonés". (Ten Broek, pags. 4, 110 y 337) Henry L. Stimson, ministro de la
guerra, fue más lejos: "Sus características raciales son tales que no
podemos comprenderlos ni fiarnos de ellos".
Otra
persona bien conocida por sus amplias miras liberales que ayudó a la organización
de la evacuación y al internamiento tue el Subsecretario de la Guerra, John J.
McCloy, que durante cuatro años sirvió de enlace entre el Ministerio de la
Guerra y la WRA (Autoridad Militar especial en tiempo de guerra), la agencia
que gobernaba los campos de concentración. Después de la guerra, McCloy fue
nombrado alto comisionado en Alemania y como máximo cargo aliado de la
ocupación, McCloy trabajó arduamente para imponer la democracia al vencido
pueblo germano.
El
jefe del gabinete civil del Mando Oeste de Defensa y enlace con el Departamento
de Justicia, fue Tom Clark, que más tarde sería también partícipe de los
"juicios" de Nuremberg. En 1966 Clark declaraba: "Sin
duda he cometido errores en mi vida, pero hay dos que públicamente reconozco y
deploro: uno es mi intervención en la evacuación de los japoneses de
California; la otra es el juicio de Nuremberg."
Abe
Fortas fue otro liberal de la Corte Suprema de Justicia que tomó parte activa
en la campaña contra los japoneses. Quizá fue Earl Warren el más sorprendente
abogado de esta causa. Considerando su larga carrera de liberal vocinglero es
paradójico cuando menos que él, más que ninguna otra persona, liderara el
sentimiento popular antijaponés, que hiciera más que nadie para que los
japoneses fueran deportados y encarcelados. Como fiscal general de California
Warren azuzó el racismo, en manifiesto esfuerzo por promover su carrera
política. Era, además, miembro de la xenófoba organización "Hijos del país
del dorado Oeste" dedicada a conservar California "como ha sido
siempre y Dios entiende que debe ser: el paraíso del hombre blanco". Los
miembros de esta organización pretendían "Salvar California de la invasión
amarilla y de sus compañeros renegados blancos".
En
febrero de 1942 Warren testificó ante un Comité especial del Congreso sobre la
Cuestión Japonesa. El se presentaba a Gobernador del Estado y resultó elegido.
Warren testificó, falsamente, que "los japoneses se habían infiltrado en
cada punto estratégico de la costa y de los valles." A continuación Warren
afirmaba, en asombrosa elucubración, que el hecho de que ningún japonés hubiera
cometido hasta entonces un hecho de deslealtad era una prueba de que en el
futuro los cometerían. Más tarde, cuando el Gobierno comenzó a liberar japoneses
cuya lealtad estaba fuera de toda duda, el Gobernador Warren protestó para que
cada japonés liberado fuera apartado de California como potencial saboteador.
Sorprendentemente años más tarde, este hombre que se había aupado gracias a la
xenofobia antijaponesa, realizó desde su cargo de jefe de justicia de la Corte
Suprema una política abiertamente favorable a los negros.
Después
de la evacuación muy pocos quisieron a los japoneses nuevamente en California.
Un periodista, Robinson, amenazó con degollar a cualquier deportado que osara
volver. La congresista por California, Clair Engle, declaró: "No queremos
a esos japoneses de vuelta y cuanto antes nos deshagamos de ellos mejor".
Un sondeo realizado por un periódico de Los Ángeles a finales de 1943 mostraba
que los californianos, en una proporción de 10 a 1, votarían por impedir que
los ciudadanos de origen japonés se reintegraran en sus vidas normales. En los
seis meses siguientes al fin del programa de evacuación se produjeron más de
treinta agresiones contra la vuelta de los internados. En Fresno y en otros
lugares cercanos, las casas de las familias recién regresadas fueron atacadas.
Las organizaciones antijaponesas se multiplicaron en California y en la costa
Noroeste.
Apenas
existió oposición al Programa de Evacuación. Una curiosa excepción: Edgar
Hoover, jefe del FBI, protestó enérgicamente contra el Programa. Este hombre,
tan denostado por los liberales norteamericanos como la personificación del
fascismo y la reacción en los EE.UU., creía que la histeria de la evacuación
estaba "basada más en la presión de los políticos que en hechos reales."
Afirmó que el FBI era perfectamente capaz de controlar a los pocos sujetos
sospechosos (Weglyn, pag. 284).
Por
su parte el predecesor de Warren, el Gobernador liberal de California Culbert
L. Olson, tenía un motivo muy especial para oponerse a la evacuación. Propuso
que, en vez de internar a los japoneses adultos en campos de concentración, se
les llevara a las áreas rurales donde se localizaban las principales cosechas.
Si los japoneses no se ocupaban de esas duras tareas -- temía Culbert --
"la avalancha de chicanos y negros será inevitable". (Weglyn, pág.
94).
Seguramente
la única personalidad honesta en esta historia fue Norman Thomas, el líder de
los socialistas norteamericanos, cuya actitud fue, cuando menos, nada hipócrita
y considerada desde la perspectiva actual, casi heroica. Thomas había sido el
portavoz y el líder verdadero del movimiento para mantener a los EE.UU. fuera
de la conflagración mundial y fue la única personalidad en oponerse
vehementemente al Programa de Evacuación. Thomas denunció la política de la
Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), de la que, sin embargo, había
sido co-fundador, cuando la ACLU manifestó que la Evacuación caía dentro de las
atribuciones del Presidente, "lo que es -- replicó Thomas -- quizá tan
ominoso como la Evacuación misma... y es comúnmente aceptado por esos que tan
orgullosamente se autocalifican de liberales".
Este
raro y honesto liberal (en el sentido norteamericano del término, N. del T.) se
consternaba ante la general tolerancia del Programa y así lo escribió: "Con
mi experiencia de casi treinta años nunca encontré más difícil el hacer
despertar al pueblo norteamericano en un asunto tan importante. Los hombres y
mujeres que no conocen los hechos (a excepción de la versión de color de rosa
de la prensa) niegan vehemente que haya campos de concentración; aparentemente
es un término sólo utilizable cuando los guardianes hablan alemán".
(Weglyn, pags. 111-112).
La
Corte Suprema falló sobre tres casos relacionados con el programa de
Evacuación. En el Caso Hirabayashi (1943) la Corte falló unánimemente a favor
de une condena contra un grupo de personas, diferenciadas únicamente por su
origen racial. En el caso Korematsu (1944) se juzgaba a unNissei (ciudadano
de origen nipón) que se negó a aceptar la evacuación. El juez Hugo Black,
hablando por el jurado, decidió que el Programa era válido. Ignorando las
garantías constitucionales y la igualdad ante la ley, el tribunal decidió que
un grupo de ciudadanos pueden ser discriminados y arrancados de sus hogares,
internados en campos de concentración durante varios años, sin prueba alguna,
únicamente por su origen.
Sólo
a fines de 1944, en el Caso Endo, la Corte falló unánimemente que el Gobierno
no tenía derecho a detener ciudadanos norteamericanos indefinidamente. Esta
decisión acabó con el Programa de Evacuación. A los dos días de concluir el
proceso, el Gobierno anunció que, exceptuando a los sospechosos, los japoneses
encarcelados eran libres para volver a sus hogares.
Se
han hecho a menudo comparaciones entre los campos de concentración alemanes y
los norteamericanos. Aunque Topaz, Poston y Rio Gila no fueron nunca tan
conocidos como Buchenwald, Bergen-Belsen o Dachau. El hambre y las epidemias no
llegaron nunca a los campos norteamericanos; a los alemanes sí. En los EE.UU.
la vida social y económica permaneció prácticamente intacta durante la Segunda
Guerra Mundial. Las ciudades no fueron destruidas por los bombardeos. Nunca
hordas de invasores amenazaron sus fronteras. El Gobierno americano pudo, pues,
dirigir sus campos de concentración como en tiempos de paz.
La
situación alemana era totalmente distinta. En los últimos meses de la guerra
Alemania sostenía una lucha desesperada por su existencia y el sistema
socio-económico se colapsó totalmente debido a las derrotas militares. Las
horrendas escenas fotografiadas por los aliados en los campos de concentración alemanes
y que fueron distribuidas como propaganda por todo el mundo mostraban, en
realidad, los resultados del hambre y las epidemias que campaban a sus anchas
por Europa como consecuencia de la guerra.
En
los juicios de Núremberg los abogados defensores alemanes comparaban la
evacuación de los judíos de Europa con la deportación de los japoneses de la
costa oeste norteamericana. En ambos casos las deportaciones estaban
justificadas -- según las autoridades de cada país -- por "necesidades
militares". Los abogados defensores citaron los fallos del Tribunal
Supremo norteamericano en los Casos Hirabayashi y Korematsu. En el fallo del
primero se hacía constar que la decisión estaba basada "en el
reconocimiento de hechos y circunstancias que indican que un grupo de una
extracción determinada puede amenazar la seguridad nacional más que
otros".
Los
alemanes tuvieron, si se piensa, razones mucho mayores para internar a los
judíos europeos. Los japoneses fueron deportados bajo la sospecha de lo que
podían llegar a hacer: ni un solo japonés fue realmente acusado de un caso
probado de sabotaje o espionaje. Pero miles de judíos de toda Europa formaban
parte, como reconocen todos los historiadores y proclaman con orgullo los
judíos, de los movimientos de resistencia. Y habían cometido incontables
delitos tipificados, como asesinato, incendio, robo y destrucción, antes de que
los alemanes iniciaran la evacuación.
Además,
los alemanes tenían mayor justificación legal para su política. La gran mayoría
de los internados japoneses eran ciudadanos norteamericanos, con derecho a ser
protegidos por la ley en un plano de igualdad; mientras que los judíos de
Alemania y la Europa ocupada no eran, en su inmensa mayoría, ciudadanos
alemanes. La mayoría de los judíos evacuados hacia el Este procedían de
territorios ocupados o de países aliados de Alemania.
En
la postguerra los "mass media" han insistido, durante años y con
ahínco, en la "culpa" del pueblo alemán por no haber -- en general --
hecho nada cuando los judíos eran evacuados hacia el Este. ¿Cómo comparar esto
con el entusiasmo sin límites y sin precedentes del pueblo norteamericano a
favor de la deportación de los nipones?
Desde
el fin de la guerra los alemanes han pagado más de 10 billones de dó1ares en
indemnizaciones a organizaciones judías, al Estado de Israel y a muchos judíos
individualmente, en todo el mundo, a causa de "haber sufrido física o
psíquicamente, o haber sido privados injustamente de su libertad". Sin
embargo, ningún internado de los campos de concentración norteamericanos ha
recibido hasta ahora ni un solo dó1ar por todas las humillaciones, privaciones
e ingresos económicos perdidos en los años de cautiverio. Sorprendentemente,
sin embargo, el gobierno de los EE.UU. presionó al de la Alemania del Este para
que también indemnice a judíos, que entonces no eran, y en muchos casos siguen
sin serlo, ciudadanos norteamericanos. Los alemanes fueron acusados en Núremberg
de "crímenes contra la humanidad", entre otros motivos, por perseguir
a personas por su origen racial. ¿Qué responsabilidad tuvieron los países,
incluidos los EE.UU., que constituyeron el Tribunal Militar Internacional y
mantuvieron en sus territorios el mismo principio? ¿Por qué ningún
norteamericano fue llamado a declarar por los mismos crímenes por los cuales
los alemanes fueron juzgados y ahorcados en Núremberg?
v Mark Edward Weber (Portland, Oregon, 9 de
octubre de 1951) es un historiador y académico revisionista de origen
estadounidense. Director del Institute for Historical Review desde 1995,
participó en infinidad de debates sobre revisionismo en Estados Unidos, Reino
Unido, Alemania, Suecia, Irán y otros países. Ha sido autor de cientos de
artículos, críticas y ensayos sobre temas históricos, políticos y sociales. Sus
trabajos han aparecido en una variedad de periódicos y en diversas lenguas. Es
un vigoroso defensor de la Libertad de expresión en Internet y del Revisionismo
Histórico.
FUENTES
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JAPANESE AMERICAN CITIZENS LEAGUE, The
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